El 7 de marzo de 1815, se instaló el Supremo Tribunal de Justicia para la América Mexicana, en Ario de Rosales, Michoacán, que fue el antecedente de lo que posteriormente sería la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Por ese significativo hecho para la república, a partir del 2010, el 7 de marzo se celebra el “Día del Juez Mexicano”, gracias al acuerdo logrado por la Asociación Mexicana de Impartidores de Justicia (AMIJ).
El día debe servirnos para refrendar la gran responsabilidad que tiene un juzgador y reflexionar sobre el tiempo que nos toca vivir como jueces, de lo cual, personalmente, estoy más que agradecida con la vida ante este cambio de paradigma, que hace la tarea más difícil sí, pero a la vez, intelectualmente estimulante y socialmente relevante.
El juez del siglo XXI no es ya el juez formalista heredado del positivismo, del formalismo jurídico, de la escuela de la exégesis y del racionalismo jurídico, que concebía la función de juzgar como un mero silogismo aristotélico en donde a base de una deducción se lograba dirimir una controversia y, si acaso, solo le era dado interpretar la ley de forma literal.
De meros aplicadores de la ley, pasamos a ser intérpretes del Derecho. De solo ser conocedores y aplicadores de la ley local, pasamos a ser jueces que conocen, interpretan y aplican el derecho local, constitucional e internacional y su jurisprudencia, así como a ser conocedores de las técnicas de interpretación, tanto de la ley como de normas que contienen derechos –cuya metodología es distinta–, y aplicar la que más favorezca a la protección de los derechos reconocidos a las personas. En materia penal, donde siempre restringimos derechos, hacerlo en términos constitucionales y convencionales, bajo los estándares establecidos para ello y justificando la restricción mediante el principio de proporcionalidad. Armonizar la ley local con la internacional de manera razonada y razonable nos exige el conocimiento de la argumentación jurídica, tanto en técnicas de interpretación como en juicio de hechos. Y por cierto, nada de esto nos enseñaron en las aulas, simplemente porque no se necesitaba.
El nuevo paradigma surge de: 1) la reforma del 10 de junio de 2011; 2) el cumplimiento de la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el caso Radilla Pacheco, dentro del expediente varios 912/2010 de la Suprema Corte de Justicia de la Nación; y 3) la contradicción de tesis 293/2011. De ahí que ahora, antes de aplicar la norma, la tenemos que someter a un parámetro de control de regularidad, tanto con la constitución como con los tratados internacionales suscritos por el Estado Mexicano y la respectiva jurisprudencia.
Además, el juez tiene que juzgar con perspectiva de género; resolver con base en principios; ponderar derechos cuando entran en colisión; interpretar las normas adecuadamente para evitar tratos diferenciados que generen actos discriminatorios; equilibrar derechos para no violentar el debido proceso; y un largo etcétera.
Ello exige un perfil de juez diferente al de 1790, que es cuando surge el juez profesional y, por supuesto, muy distinto al perfil concebido por Montesquieu, que aunque pensemos que así es tan solo porque han transcurrido más de dos siglos, a finales del XX e inicios del XXI, continuábamos con la visión formalista y de mera legalidad: hoy, además de la legalidad, el constitucionalismo exige legitimidad en las decisiones judiciales; el constitucionalismo y el garantismo penal, impone límites a las autoridades, entre ellos a los jueces, al actuar frente al gobernado para hacer prevalecer los derechos fundamentales reconocidos.
Como dice el Dr. Pedro Salazar Ugarte, tenemos que desaprender nuestras prácticas, que nos pueden impedir tener una visión amplia del Derecho, sus valores y principios, para entonces poder detectar los problemas concernientes a la aplicación de la ley que hoy está inserta en dimensiones distintas y conocer las ideologías en torno a la aplicación del derecho: la formalista o realista; la universalista o particularista; la conservadora o progresista; cuyo rasgo distintivo entre cada una es la interpretación y visión que se tenga del Derecho, lo que se refleja –o debiera reflejarse–, sin duda, al resolver los casos sometidos a conocimiento de los jueces.
Juzgar no es simplemente un trabajo o un desempeño profesional. Es una vocación, una convicción. Si lo vemos como una cuestión laboral, ese juzgador no pasará de ser un técnico, pero si lo asume como vocación, entonces tiende a la excelencia como una de las virtudes judiciales exigibles a un juzgador. La prudencia de la que ya hablaban los romanos y que es otra de las virtudes judiciales, cobra hoy más sentido que nunca refiriéndome al juez local. Todo este nuevo paradigma tiene íntima relación con la ética judicial, pues se trata de asumir el compromiso con responsabilidad ética. La interpretación conforme, aplicación del principio pro persona (que de cotidiano se mencionan de forma tan sencilla), exige rectitud y ética en el actuar del juez y su razonabilidad.
La exigencia que hoy tenemos los jueces es muy alta y así debe ser cuando se trata de juzgar sobre el patrimonio, las relaciones de familia o la libertad de una persona, pero a su vez, para entender y comprender las distintas manifestaciones del comportamiento humano, por eso, ahora que se conmemora el Día del Juez Mexicano, reflexiono sobre esta gran responsabilidad y me ocupo y preocupo para asumirla con compromiso. Me parece que el juez de hoy con el pensamiento de ayer, no encajará en esta nueva concepción constitucionalista y garantista, de ahí que necesitemos estudiar, volver a estudiar y comprender el Derecho en la visión amplia que exige y no sólo como un conjunto de normas jurídicas.
Sé que el asumirnos como juzgadores nos responsabiliza en este cambio de paradigma. Vaya pues mi respeto hacia todos los jueces del Estado Mexicano con responsabilidad social y éticos en su actuar.
